Ensayo Al Rosa
- afrodescendenciaup
- Feb 20
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La madera, cuando la sierra la corta, tiene un olor propio y particular, y suelta porosidad. Esas migas en el aire, con el sonido de las hojas de metal, devorando cualquier panel inmenso en segundos, me son familiares.
Estudié en Carolina, en uno de los colegios más económicos de la zona, al que llegábamos los hijos y nietos de una generación que creció en pisos de tierra, diasporó, regresó, se maternó y paternó sola, pasó hambre, trabajó desde los ocho años, nunca fue a la universidad, y convencida por un echapalantismo nulo. Se dijo: “voy a echar a mis hijos pa’ alante / mis hijos serán gente de ‘bien’”, lo que significaba reunir lo suficiente para matricularlos en un colegio y llevarlos a la iglesia.
Esa historia, que no es la mía -aunque sí- tomó todas las decisiones que determinaron dónde, cómo, y con quién crecí. Mi primera forma de bregar, de elegirme viva en un dogma que me repetía semanalmente lo vomitivo de mi existencia negra, cuir, pata, lesbiana, trans, fue leer, leer por horas, en cada rincón escolar en donde encontrara un recoveco para esconderme. Así también evitaba conversaciones incómodas con mis compañeras de clase sobre todos los nenes que no me gustaban, y todos los hijos que no quería tener.
El pasillo de la escuela elemental e intermedia daba para la Maderera Donestevez, y allí, me sentaba. Su asfalto contuvo mi peso las horas de recreo. Jugué poco. De niña y adolescente, sentía una urgencia, unas ganas de correr, un deseo muy hondo de despertar en algún otro mundo en el que pudiera amar, soltar mi pelo, pensarme bonita, deseable, enamorarme, y que se enamoraran de mí públicamente. Como no tenía control sobre ninguna de las anteriores, y ni siquiera las palabras para poder articular esta voluntad que ahora puedo nombrar y recordar porque tengo las palabras y tener las palabras es una gran cosa; leía. Estudiaba. Memorizaba todo.

El colegio tenía una biblioteca, con pocos libros pero tenía. Les leía y cuando me aburría, entonces memorizaba: enciclopedias, diccionarios, revistas, todas las asignaciones de todas las clases, me importaba mucho sobresalir. Primero, para evitar el regaño de mi señora madre, que me prometía, desde que recuerdo, te va a encantar la Iupi/ para entrar tienes que sacar buenas notas.
Segundo, porque mis películas favoritas eran las de baloncelistas y bailarinas y en todas, las personas que se parecían a mí, tenían que trabajar mucho - mucho, mucho más que el resto- para poder hacer lo que se proponían. No entendía todavía por qué, pero sí sentía una profunda identificación con ellos. Años más tarde, al ser el único cuerpo negro, salón tras salón en la Universidad de Harvard, a la que llegué con una beca completa, me sentí exactamente como aquellos personajes: trabajando cuatro veces más que el resto, pero con toda la disciplina y fortaleza mental y espiritual necesaria para cumplir mi propósito.
Tercero, porque no daba por sentado el poder estudiar. Veía a mi papá trabajar 15, 16 horas diarias. Tengo muchas más memorias de mi papá trabajando, que de mi papá compartiendo tranquilo conmigo. A los ocho años, con mi inglés de segundo grado, le corregía sus correos del trabajo. Yo estaba consciente que estudiar, como yo lo podía hacer, era un privilegio, y sentía profunda responsabilidad ante eso. Así que estudiaba. Vorazmente.
Me sentaba junto al pasamanos, y en lugar de jugar, estudiaba. Siempre, con la agudeza lejana del ruido consistente, sostenido, trance, generado por las sierras de la madedera aledaña a la escuela. Eso no lo digo con orgullo; en realidad, debí jugar más.
Pero el caso es que no lo hice, y que llamésmosle disciplina de estudio o llamémosle avoidance, acabé en la Iupi, con un bachillerato repleto de tanta investigación y trabajo que me permitió cumplir lo que visioné: no pagar por una maestría, y entrar directo a un programa doctoral.
Ahora que todo pasó, y que, de hecho, ya no soy aquella niña, aunque consistentemente regrese a Carolina y en medio del doctorado aprendiera a cortar madera con sierras y me encerrara horas en el taller de maderas de la universidad a pellizcarle sentido a tanta soledad, a profundizar mis preguntas, a entenderme, a entender qué hacía yo en Cambridge, Boston, con 28 años, a punto de acabar un doctorado en Harvard, mientras mis amigas de la infancia y familiares hetero se casan, celebran bautismos, organizan cumpleaños, y mi comunidad cuir trans negra se desbordaba en presencia, afecto, lucha, en Puerto Rico, conmigo ausente físicamente.
Cortando masonita asumí que soy la tía pata escritora, artista, investigadora, que viaja por su trabajo y convicción política y regresa a casa, siempre cruzada por algún amor. Soy la hija mayor que no se ha casado, no conoce de marcas de moda tanto como mami quisiera y no sabe en dónde estará su vida en dos años. Soy la hija de un panadero, que publicó un poemario titulado Levadura, y que hace unos meses arrojó una alergia al gluten. Soy una cuerpa gestante que no sabe, en realidad, si quiere gestar.
Soy una persona negra de tez clara, que a veces no se nombra negra, por su tez clara. Soy un signo de interrogación, una equis, una e.
Soy un par de manos que estudia y lo duda todo, porque no confía ya en las universidades, libros ni fuentes oficiales de conocimiento. Escribo para que cuando llegue al salón a dar una clase, me crean que soy la profesora. Escribo para que cuando llegue al teatro, a un salón de ensayos, me crean que soy la actriz. Escribo para que me duden menos.
Y escribo, muy a mi pesar para que me duden más. Soy un ser que se equivoca y tiene una infinidad de preguntas aunque a veces se esperen verdades absolutas de mí: no las tengo, no las quiero.
Esta es una de mis verdades absolutas. Escribo por fe en la pregunta como hacedora de caminos. Para incluirnos, en dignidad, sin sus manos sobre mí - sobre nosotres.
Escribo, porque estamos en guerra.
Y la escritura detiene misiles.
Escribo porque ninguno de los libros que me memoricé en la biblioteca en Carolina contaba la historia de una mujer negra.
Escribo porque mi abuela murió y no hubo sentido en hacerle un obituario porque en mi país los periódicos impresos no son nuestros, sino del racismo y clasismo y conservadurismo del colonialismo que nos roba hasta la tinta.
Escribo desde, para, y por, mi linaje negro.
Escribo porque solo quedamos mi mamá y yo como albaceas de nuestra memoria.
Escribo porque mis manos contienen silencios que merecen gritar, y justo por lo contrario.
Escribo porque en mi placer conecto con mi divinidad y juntar letras es, a veces, bien rico.
Escribo porque practico.
Escribo como ejercicio, mucho, todos los días, páginas que nadie lee, porque necesito poder equivocarme, divagar, y que mi error me muestra caminos, antes de llegar a otres. Esto lo menciono porque creo que también escribo para removerle al capitalismo sus políticas de producción sobre mis manos. He escrito miles de páginas que nunca serán más que eso, miles de páginas que nadie leerá.
Escribo y en ese escribir, escucho un coro de voces, cuerpos, seres, con sierras en las manos, cortando madera, desde 1994, sudadas, impregnadas por partículas de madera pulverizada, púrpura, violeta, azul - cual escarcha
conmigo.

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