top of page

Despedida de año

  • genesislopez17
  • Jan 30
  • 4 min read




La plancha pasa por encima de las flores de la camisa. Mis manos recuerdan esa disciplina infantil e inconsciente de levantarme a las cuatro de la mañana de lunes a viernes para ir a la escuela. La noche va cayendo. Me visto para visitar un lugar en el cual fui feliz. Plancho al ritmo de las canciones de Tito Rojas, el cantante favorito de mi primer padre. La cama es una mala superficie para planchar. No se siente la firmeza bajo el oficio de la mano. Hace mucho tiempo que no plancho sobre una tabla. Apenas me sobra espacio para la nostalgia en este pequeño lugar. Termino mi tarea en silencio y dejo la plancha a un lado, sintiéndome inconcluso. Afuera del apartamento está todo tranquilo. Apenas se escucha ese suave golpe de las olas sobre las piedras que empieza a finales de diciembre. El mar me queda bastante cerca como para sonreír ante cualquier calamidad cotidiana en nuestro archipiélago.  


Miro el reloj. Todavía tengo tiempo para escribir algún verso obligatorio sobre la memoria, pero prefiero observar una foto que olvidé guardar en un álbum que contemplo en las madrugadas. Tengo algunas fotos de mi familia pernoctando en ciertos lugares del apartamento para no sentirme tan solo cuando los días se han acumulado sobre los hombros, los dientes y los sentidos.  Esta noche me detiene una imagen donde salgo con mi abuela luego de mi graduación de sexto grado. Estamos en su marquesina. Ella sostiene en sus manos un certificado de honor y un trofeo pesadísimo. Yo llevo puesto un gabán negro alquilado de la tienda Leonardo’s, una faja y un lazo azul marino y una medalla sobre el cuello. Sonrío por complacer a mi abuela. A mis treinta y pico de años no me he acostumbrado a sonreír por encargo. Pero esta expresión en la foto es genuina. Lo confirman mis ojos llenos de seguridad. ¿O será que debo dudar del recuerdo?  Pongo mi mano izquierda sobre el hombro izquierdo de abuela. Ella está sentada en un sillón de metal que ahora adorna mi sucio balcón, en una esquina destinada al olvido. En la foto, el sillón tiene el cojín original, envuelto en un plástico durísimo que se calentaba con el calor.


Abuela sostiene firmemente ambos artículos, el diploma y el trofeo, como pruebas de que soy un buen estudiante, un buen nieto. Eso es lo que puedo pensar, ahora que contemplo este pedacito de pasado mientras espero (el) presente. El orgullo que la abuela siente por su nieto es obvio. Ese niño que mira mi abuela es el que quisiera ser hoy. Pero esto es solo una foto y las cosas son diferentes, aunque permanezcan iguales. Los trofeos y los diplomas comparten el mismo olvido que los sillones de metal. En otra esquina del olvido estarán invitando al polvo. 


Miro fotos y escribo. Hace mucho tiempo que mi abuela no está. Le he escrito poemas y ahora mis libros habitan algunas casas y librerías. Pienso que está presente en otros lugares. Revivida por ojos lectores alguna tarde en una hamaca. Pero eso parece que no es suficiente. Por eso le construyo casas al recuerdo a través de la palabra, porque apenas me quedan algunas fotos suyas. Desde esta imagen en la marquesina puedo recordar su casa entera. El flamboyán cuyas hojas cubrían la calle entera. El patio con columpios. Una casa de tres cuartos, dos baños, una cocina grande y un comedor con una mesa de mármol como centro. No he vuelto a ver una mesa tan imponente desde entonces en una casa. 


La casa de abuela era un centro gravitacional para que se reuniera toda la familia. Así mismo sucedía con los rosarios y en casa de tías con varios apodos y nombres. Ahora soy incapaz de recordar alguno. También sucedía lo mismo en los funerales, esos refugios llenos de nostalgia y humor. No importa como se había muerto el familiar, generalmente ese era el momento de tirar al aire sus momentos más vergonzosos en vida, recordar sus peores cualidades y reír de sus mejores momentos; una especie de greatest hits acompañados por cafés y pan con mantequilla. 


Cuando era niño, luego de cada funeral, me imaginaba estando presente durante mi propio sepelio y escuchando las historias que toda la familia iba a contar sobre mí. Me preguntaba si revelarían algunos secretos o si después de un corto tiempo se olvidarían de mí. De vez en cuando regreso a esa fantasía, a imaginar cómo sería mi ausencia. El último funeral que reunió a toda la familia fue el de mi abuela. O tal vez es mi último recuerdo. Como todo lo presente, esas memorias también están fragmentadas. 


Uno de los huracanes lo pasamos en esa casa. Estaban todos los primos y primas, tíos y tías. Estuvimos a oscuras en la biblioteca, rodeando una mesa rectangular con velones de calcomanías de santos. Uno de los muchachos recibió un jalón de orejas cuando salió corriendo a ver el ojo del huracán. El resto del temporal lo pasamos juntos como animales, buscando el calor y el refugio de la tempestad. Hay tardes que paso tiempo suspendido en una hamaca contemplando esa memoria. Supongo que buscando un calor que ya no existe. Así voy sintiendo el paso de los días; sucesiones de deseos inconclusos y letras muertas.


Ya al fin es hora de salir. La noche permanecerá. Otro día se ha esfumado entre los intentos de las olas. Esta inercia permanece. Y es que todo cambia, pero las cosas parecen seguir igual. Hoy hay luz en este apartamento y puedo mirar esta foto con mi abuela. Sin embargo, en cualquier momento regresarán las noches a oscuras. Tal vez habrá más fotos en el futuro. Pero cada vez seremos menos los que contemplen el recuerdo y sus ruinas. 


 
 
 

Comments


bottom of page