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Autorretrato

  • Writer: afrodescendenciaup
    afrodescendenciaup
  • Feb 27
  • 5 min read

Foto por José A. Ballester Panelli
Foto por José A. Ballester Panelli

Negra horra criolla de mediana edad, con tetas de nodriza, pero sin leche. Ha tenido dos crías de dos maridos diferentes. Lleva cicatriz en la frente. Color caoba profundo. Responde la nombre de…


Me detengo. A la verdad que es difícil describir a una mujer negra del siglo XXI sin que dicha descripción suene a  reivindicación racial, a exotismo, a truco histórico, como si una estuviese y hubiera vivido fuera del tiempo. La verdad es que soy negra, de mediana estatura,  de mediana edad, caderas paridoras, cuerpo bastante carnoso y cara de estatuilla etíope. ¿Reina nubia o curiosidad antropológica? No lo sé. Mi nombre no carga ninguna marca de origen africano. Criolla por ambos costados. Uno de los apellidos es de cepa mozárabe, de judía conversa. El otro una creolización de algún  amo francés.


Tengo cincuenta y ocho años y soy escritora. No se me nota del todo la edad porque este color no se arruga con facilidad ni admite flacideces musculares. Vengo de una cepa de deportistas y de trabajadores del servicio. Mi padre, Juan Santos, pelotero de profesión, fue campeón bate del 67, 76 . Medalla de plata de Centroamericanos del 67, dirigente del año del 80-89. Un nicho tímido e isleño lo cobija en el Salón de la Fama de Carolina. 


Con sus modestos dotes de jugador de beisbol AA, un bachillerato en Historia, conexiones políticas y una presencia de actor negro de Hollywood, escapó de su barriada pobre de Sábana Abajo, Carolina. Se casó con mi madre, Mariana Febres, quien primero fue sirvienta, luego enfermera, luego maestra de español, luego directora de distrito escolar, que luego obtuvo una maestría en Estudios Hispánicos, para perder la memoria y la razón y morir estrepitosamente a los 64 años de demencia senil prematura.


Quizás a ella le tocó la parte más pesada de la entrada de las negras a la modernidad de la Isla.


Negra. Tengo un tinte caoba oscuro, medio rojizo que me encanta ver brillar en la oscuridad. He llevado el pelo de mil maneras, algunas veces acentuando esa negritud de manera ideológica- con el típico Fro de los 70- hasta tratar de amainarla con el alisado característico de las negras acepilladas de mi especie. Pelo a lo Condoleeza Rice, a lo Michelle Obama. Pelo que esconde complejos evidentes, y que es también signo de un acceso a la “elegancia”, a “las esferas de poder”. Soy profesora universitaria de profesión. Escritora de nación. Es decir, por naturaleza.


Hasta hace muy poco tiempo, llevé dreadlocks jamaiquinos que me hacían ver la mayoría de las veces como el negativo de la Dama del Elche o una de las backup singers de Bob Marley, o como Angela Davis o Toni Morrison cuando decidieron convertir su pelo canoso y alisado en una maraña de trenzas. Grifería en mi pelo- diría Julia. Pero en mi caso pasa algo interesante. Las facciones de mi cara no exhiben ningún rasgo distintivo de negritud, según el estereotipo aceptado. Parezco una Virgen de la Montserrate, con nariz ancha, pero no aplastada, de aletas abiertas, una nariz que no es ni perfilada ni “negroide”. Mis labios son demasiado finos para el fenotipo. Mis ojos son los de una mujer común y silvestre que contempla atardeceres de vez en cuando, desde azoteas urbanas, desde hoteles por todas partes, desde la orilla del mar, desde los campos, las avenidas, los recintos universitarios, los lugares que no son exóticos para nadie más que para los anglos, o los europeos o los que creen serlo, ni que habitan fuera del tiempo. Es más, soy una mujer bastante común y corriente hasta que alguien me piensa negra. Ahí empieza el trabalenguas, la trabazón y los cuestionamientos.


Tengo dos cicatrices en la frente. Me las gané el mismo día en que nací, a la misma hora, pero a los 8 años. Mi madre iba tarde para la escuela. Tal parece que una guagua escolar regresaba temprano y de prisa o iba tarde a entregar alumnos. Chocaron en la intersección del Ramal Este con la Jesús T. Piñero. Yo estaba en el asiento del pasajero del Volky de mi mamá, que andaba siempre de prisa, siempre haciendo mil cosas a la vez, siempre intentando llegar temprano (sin lograrlo) a todas partes, siempre molesta porque no podía ser ni la esposa, ni la mujer, ni la madre que pudiera haber sido, si hubiese sido, quizás, blanca. O prieta, pero con más dinero y menos preocupaciones. O mulata pero con un esposo blanco y con chavos. O una mujer de una sola vocación, una sola ambición, un solo camino.


Les cuento que, esa mañana me gané esa cicatriz por donde me parieron de nuevo al mundo, pero de otra forma. Mientras el Volky de mi madre daba vueltas sobre sí mismo, yo veía cómo mi cara traspasaba una dimensión cuya frontera era el cristal del pasajero del carro. Saltaban en el aire transparencias teñidas de rojo. Algo tibio y marrón me cayó en la falda. Yo identifiqué en el acto lo que era: un pedazo de mi nariz. Una aleta de esas que no eran ni aplastadas ni aguileñas. Lo aprisioné en mi puñito de niña de 8 años recién cumplidos, en ese minuto exacto de las 8:45 de la mañana, pensando yo, siempre tan práctica, que debía decirle a los de emergencia que me lo cosieran de nuevo a mi perfil, si podían, cuestión de no quedar tan desfigurada. Lo que me asombró fue la nitidez del suceso. Vueltas, gritos de mi madre, el tiempo abriéndose como una flor, deteniéndose en un instante de realidad alterna. Y yo, a caballo entre esa realidad y la otra, la que se abría entre las vueltas del carro, los gritos, la sangre en gotas nítidamente sostenidas en el aire. “Esta es nuestra muerte”, pensé, maravillada. No sentí ningún dolor ni ningún temor. Y seguía preguntándome cómo podría contarlo, cuáles eran las palabras precisas para describir eso que pasaba, eso que pasó, si alguien me preguntaba.  Luego un sopetón durísimo, un silencio, poco a poco más gritos ahogados. Todo negro.


Esas dos cicatrices marcan, como un nuevo carimbo, mi identidad primordial en este mundo. No son como las de mis ancestras esclavas de los siglos pasados, del 18 o 19. No las causó cepo ni latigazo alguno. Parecen más marcas tribales que otra cosa. Sin embargo, desconozco mi procedencia ancestral. No soy fula, ni igbo, ni yorubá, ni ashanti, ni etíope judía, ni cristiana.  Hasta donde sé, desciendo de negros libertos criollos desde el 1825. La historia de mi negrura comienza en estas islas.


Negra horra criolla de mediana edad, con tetas de nodriza, pero sin leche. Ha parido ya dos crías.  Lleva cicatriz en la frente. Tiene la color caoba profundo. Nació ya libre. Se vende en el mercado profesional a buenos precios. Sabe leer y escribir, limpiar casas, criar a sus propios hijos, atender a sus muertos. Cuenta muy buenos cuentos y entrena generaciones de pensadores y de escritores. Ella se ve a sí misma como a una simple mujer. Dice que se ha ganado ya ese privilegio. No responde a exotismos ni a ideologías políticas de ningún tipo. Dice que puede liberarse hasta de eso. Hay días en que se define como cimarrona. Como tantas otras negras, tiene labios finos, nariz pequeña y angosta, pies ligeros que nunca se quedan quietos, caderas anchas, cintura estrecha. Es de padres criollos, por todos lados mezclados con judios conversos, algún peninsular o francés que haya hecho el daño a alguna bisabuela o tatarabuela, blancos caribeños, inmigrantes de las otras islas, en fin, carece de pureza de sangre. Es demasiado vieja para ser ingenua y demasiado vital para su edad y las costumbres de su tribu.  Recientemente trama cómo volver a ser escritora, pero no de la pose, sino desde el misterio del oficio, como ese día en que nació a los 8 años. Vive enamorada de las fronteras con la muerte, de los momentos límites donde la realidad se revela múltiple y diversa, y por eso escribe. Responde al nombre de Mayra Santos-Febres.




 
 
 

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