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El trazo de la diáspora en las aguas que nos anteceden.

  • Writer: afrodescendenciaup
    afrodescendenciaup
  • Oct 30
  • 4 min read

Foto por Doris Careaga
Foto por Doris Careaga

Yemayá y Ochun marcaron mi andar.

Fue más que un viaje: un llamado que respondí con el cuerpo.

Fue una travesía guiada por las aguas,

un recorrido ritual tejido por las orishás que habitan el océano, los ríos y las lagunas.


Nací en Tamiahua, tierra de lagunas y saberes antiguos.

Desde allí he aprendido a leer los mensajes del agua,

a sentir cómo los caminos se abren cuando las orishás llaman.


En marzo, Yemayá me llevó a Puerto Rico.

No nací allí, pero a cada paso siempre me he sentido en casa.

Allí el mar tiene voz propia, y las piedras, y los vientos y los tambores

me hablaron en lenguas que reconocí sin haber aprendido.


En mayo, estuve en las aguas de Jamaica.

Sentí una nostalgia de lo desconocido,

como si los cuerpos que allí caminaron me hablaran desde otra orilla del tiempo.

El mar me abrazó como si supiera que llegaba.

Era Yemayá, otra vez, mostrándome su fuerza en nuevas formas.


La negritud está presente.

No solo en los rostros o los tambores,

sino también en aquello que sostiene la vida y guarda memoria:

el plátano, los frijoles, la okra, y el chile habanero.

Sabores que han recorrido rutas largas,

que cruzaron aguas violentas para dibujar

caminos nuevos sobre memorias viejas.

La cocina como mapa.

El cuerpo como archivo.


En junio, recorrí el Caribe:

En Grand Turk, anduve toda la isla, apenas 18 kilómetros de largo.

Observé su arquitectura vernácula, y algo en esas casas me llevó de vuelta a Tamiahua.

Era como si las maderas, los techos, los colores contaran historias familiares.

Y en la comida, los aromas de mis abuelas y mis tías brotaron sin aviso:

hierbas, aceite, humo, dulzura.

Entonces lo entendí: somos uno solo.

Una misma memoria repartida por las aguas.


En Puerto Plata, República Dominicana, caminé por calles que me recordaron a Veracruz puerto.

Los mismos trazos, los mismos olores, los mismos sentires.

Escuché bachata y música ranchera entre esquinas,

y entendí que la diáspora no solo viaja en los cuerpos,

también en los ritmos, los sabores y la nostalgia compartida.

En julio, llegué a San Thomas.

Allí, dos mujeres que no conocía me reconocieron.

Una me cantó mientras me entregaba unos couríes,

la otra me dio un vestido naranja y me abrazó, mirándome al alma.

No eran extrañas. Eran mi familia espiritual.

Mensajeras de Ochun y Yemayá, aparecidas sin aviso,

pero en el momento exacto.


Después regresé a Puerto Rico,

como quien vuelve a un altar conocido,

como si esa isla —aunque no sea mi origen— guardara algo mío.

Y siempre, antes de partir, comienzo a añorarla.

No quiero irme.

Hay algo en su brisa, en sus aguas, en su gente,

que me retiene con suavidad, como una memoria antigua que se niega a soltarme.


El camino siguió hacia México.

En Zihuatanejo, las olas del Pacífico me hablaron con otra cadencia:

más profundas, más lentas, más antiguas.

Pero no fue solo el mar.

Me conmovieron los rostros de su gente,

presencias afrodescendientes que me recordaron

que no muy lejos está Acapulco,

puerto desde donde comenzó otra parte silenciada de nuestra historia en el Pacífico:

el arribo forzado, la presencia negra,

la resistencia que sigue tejiendo raíces profundas en esas costas.


Después seguí hacia el norte.

En Coahuila, el río El Nacimiento me recibió como una revelación en medio del desierto.

Allí, donde parecería que todo es árido, el agua brota con fuerza.

Oshun camina también en el norte, y sus aguas dulces

sanan, renuevan, dan vida.


Me detuve frente a ese río que resiste en el silencio del paisaje.

Y recordé la historia viva de los afrosemínoles,

cuyas trayectorias nos recuerdan que también en el norte de México hay memoria negra,

hay raíces profundas, hay comunidades que han sostenido la vida

desde márgenes que rara vez se nombran.

En ese lugar remoto y poderoso, comprendí que el agua no solo limpia:

también guarda los nombres de quienes caminaron antes.


Más tarde, llegué a Puerto Escondido,

y de ahí me dirigí a Tututepec, donde la diosa de la luna —o de la fertilidad—

me permitió abrazarla. Se dejó tocar.

Me habló al oído y sus palabras resonaron como una verdad largamente sabida:

“Los pueblos afroindígenas siempre han caminado juntos.”

Luego seguí hacia la laguna de Chacahua.

Fue Ochún quien me saludó primero, suave y dorada como el atardecer.

Y entonces Yemayá se manifestó con fuerza, como solo ella sabe hacerlo:

imponente, envolvente, rotunda.

Allí, en el cruce sagrado entre río y mar,

donde Yemayá y Ochun se encuentran y danzan.

las orishás me recordaron que la memoria también fluye en los cuerpos de agua.


Antes de llegar a mi centro, Tamiahua, hice una última parada: Xochimilco,

historia viva que persiste.

El testigo fiel de la grandeza de los pueblos indígenas,

de su relación sagrada con el agua, la tierra y el tiempo.


Allí, entre chinampas, flores y canales que han resistido siglos,

escuché de nuevo el murmullo de las aguas antiguas,

la sabiduría que fluye sin necesidad de escritura,

la persistencia de una memoria que no se rinde.


Xochimilco no fue solo paisaje.

Fue una conversación entre pasados vivos y futuros posibles.

Un recordatorio de que el agua también es raíz, cuerpo y territorio.


Finalmente, llegué a Tamiahua.

La laguna me reconoció,

el mar me llamó por mi nombre,

y supe que todo lo recorrido tenía sentido.


Hacía muchos años que no pasaba tanto tiempo cerca del agua.

Y no creo que haya sido una casualidad.

El agua y el sol se quedaron en mi piel.

Me transformaron. Me sostuvieron. Me hablaron.

Y en cada uno de estos lugares… islas, costas, ríos, canales y lagunas

presencié recreaciones vivas de la cultura africana entrelazada con la indígena.


En la música, en la comida, en la religión,

la memoria de la diáspora se manifiesta, se transforma, resiste y florece.

No como un eco del pasado, sino como una fuerza presente que sigue latiendo.

No ha sido sólo un viaje.

Es una lectura espiritual del territorio.

Una conversación con las aguas que guardan memoria.

Una confirmación: Yemayá y Ochun han guiado mis pasos.

Y yo, hija del agua, he respondido a su llamado.

Modupé Yemayá.

Modupé Ochun.

Ashé para el camino que sigue.


 
 
 

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